Es necesario un breve contexto. A fines del siglo XIX en el norte de Chile proliferaron las oficinas salitreras debido al auge mismo de dicho recurso. Por ello, miles de familias originarias del sur migraron a la zona para trabajar en este rubro.
Conocidos son los relatos de miseria en la que vivían los obreros. Hacinados, sin servicio expedito a salud o educación, trabajo de sol a sol por 12 horas diarias en faenas peligrosas, siendo pagados con fichas de canje. En fin, a todas aquellas penalidades se les agregó un “covid” de la época que, a diferencia de hoy, golpeó mortalmente a gran cantidad de familias obreras. Es ahí donde nace este lúgubre Camposanto.
Cementerio de los infectados
Ubicado entre el tramo que une Calama con Antofagasta, específicamente a 20 km al oeste de Sierra Gorda, este lugar fue habilitado especialmente para inhumar a las víctimas de la peste bubónica. A diferencia de los otros cementerios coetáneos, este se halla alejado de todo asentamiento urbano de la época. Tal vez geográficamente, más cercano al expueblo de Pampa Unión.
Cabe recordar que fue en 1912 que esta pandemia, conocida como peste negra dado al color del vómito de sus víctimas, asoló el norte de Chile luego que en Tocopilla recalase un barco proveniente de Guayaquil (Ecuador estaba infecto en ese entonces), expandiendo con intensidad inflamable la epidemia en la zona.
La mortandad fue intensa, a tal nivel que el Gobierno del entonces presidente Ramón Barros Luco declaró a Tocopilla “ciudad infectada” derivando a los mejores médicos del país hasta ese lugar, entre quienes figuraban nombres como Pedro Lautaro Ferrer, Marcos Macuada y Leonardo Guzmán (el nombre del segundo lo tiene hoy el hospital de Tocopilla y del tercero, el hospital regional de Antofagasta).
Ocupando una superficie de 6 mil m2, dramáticamente la mayoría de las edades que señalan las ennegrecidas cruces ahí erguidas indican gran población infante. Las sepultaciones en el espacio comenzaron en 1912, y posiblemente la última víctima inhumada lo fue en la década del 30, o sea, previa a la Segunda Guerra Mundial.
Peligro sanitario
Al respecto Damir Galáz-Mandakovic, historiador tocopillano explicó que “el que existiera un cementerio, ya era la impronta de una gestión estatal y empresarial que reaccionaba ante la gran cantidad de cementerios clandestinos que se difundieron en el desierto. Existían múltiples enterratorios en distintas faenas donde, sin mediar medidas de mitigación sanitaria, una gran cantidad de muertos por efecto de epidemias, eran enterrados superficialmente”.
Asimismo agregó que “estos cementerios fueron considerados como vectores de infección, es por ello que hubo que expandir las lógicas de los cementerios. Crear un cementerio, ya era una acción positiva en una escena de altísima mortalidad de trabajadores, pero por sobre de todo, de niños, muertos también por la baja calidad del agua que generó dramas intestinales severos. Por otra parte, las epidemias y las diversas infecciones encontraron un campo fértil ante la baja calidad de la alimentación y también, derechamente, la hambruna, en particular en 1919, momento en que se inicia la decadencia del ciclo salitrero”.
Al 2020, el cementerio aún subsiste al oriente de las ruinas de Pampa Unión. No es recomendable visitarlo por motivos sanitarios, más aún cuando profanadores han ultrajado algunos sepulcros, dejando osamentas y despojos humanos en la intemperie. Pero ahí están, como silenciosos testigos de una tragedia sanitaria, alejados de todo lo que antiguamente conformó el cordón productor salitrero en Antofagasta, confirmando el triste apelativo con el cual es nombrado en algunas publicaciones académicas. El cementerio de los infectados.