Los libros de historia nos cuentan que las cuarentenas ya eran decretadas desde tiempos remotos. No obstante, esta decisión tal como la entendemos hoy tuvo sus orígenes en Italia, en el siglo XIV, como medida para controlar la Peste Negra que azotaba a Europa. En la actualidad, el confinamiento es entendido como la separación y restricción de movimiento de personas que estuvieron expuestas a una enfermedad infecciosa, pero que no tienen síntomas, para observar su evolución y permitir su ingreso.
Lo dicho hasta aquí, no presenta nada nuevo. Por tanto, decidí (re)pensar la cuarentena a través de un ejercicio intelectual divergente. Es así que, al referirme al confinamiento, más que dar una definición, aporto algunos elementos que lo configuran. El primero y más básico es que este “obliga”, por voluntad propia o por indicación de un poder externo, replegarse en un lugar determinado, suficientemente amable para mantenerse allí. No obstante, el referirnos a “obligación” o “amabilidad” es bastante subjetivo, considerando que cada cual se encuentra “habitándolo” y “viviéndolo” desigualmente. Una segunda característica responde al levantamiento de un borde, de una frontera. Y esta se presenta como una experiencia fascinante para visualizar lo que hace el otro, el entorno y cómo se implementan las pautas y normas culturales de los grupos, en tanto respeto e irrespeto de ellas.
Es así que, por un lado, la frontera deslinda y, por otro, posibilita ubicarme en ese borde para visualizar, una experiencia que genera tensión. Esta tensión nos desestabiliza, nos incomoda, nos complica. Asimismo, esta nos hace ver la realidad de otra forma, por ejemplo, la existencia de espacios de asimetría -relaciones de fuerza: estado/ individuo, lo local/lo global, etc.- y, sobre todo, nos genera impotencia al observar que esta se manifiesta prístinamente en absurdos incumplimientos de tantos funcionarios del aparato público, quienes se “saltan” todas las recomendaciones que ellos mismos nos obligan a seguir. No obstante, también nos posiciona como espectadores/protagonistas de cómo otras fronteras son capaces de moverse en beneficio de los propios ciudadanos.
Si bien, el confinamiento nos obliga a dejar de ejercer la interacción y construcción de las polis, originador del espacio público, transformándose en un espacio privado o limitado. Privado, en términos de privación, de despojo, de pérdida de la posibilidad de acontecer políticamente como un ser humano que se relaciona con otros seres humanos que construyen este espacio público. Con todo, la cuarentena se debe transformar en una invitación de “vivir al borde” para repensar nuestra realidad y propiciar cambios significativos en nuestra forma de abordar la vida en sociedad.